Mi madre amaba a los árboles y los bosques, y tuve la suerte de que me dejara en herencia ese mismo amor y una colección de libros de bosques. Luego me vio plantar árboles. Dos tejos que serán milenarios cuando tú y yo ya no estemos aquí. Ahora ya tienen treinta y cinco años y miden más de quince metros. Dicen que las hojas del tejo son venenosas, pero a mí me parece que son «bienenosas». A mí me hacen mucho bien, me dan paz, serenidad. Con mi mujer también he plantado cipreses columnares, cedros del Himalaya, un arce rojo, abetos, un naranjo, un «bola de nieve», un jacarandá y… un nogal. Todos ellos nos han acompañado en esta vida, y aquí seguirán.
A la sombra de un peral muy viejo, escribí uno de mis primeros libros, y, con ellos ante mis ojos, he escrito todos los demás. Escribo sobre árboles, sobre caballos, sobre pájaros y gatos, sobre perros… Y también sobre niños. Porque, para mis ojos ya viejos, un niño es lo mismo que un árbol: seguirá aquí cuando yo ya no esté, verá cosas que ahora yo no creería, porque los dos, árbol y niño, son el futuro. En este libro, se unen los dos: una niña y un nogal. Un nogal que ya sería leña si no hubiera sido por la caricia tan tierna de una niña que, como yo, y seguramente como tú, también amaba, ama a los árboles. Esta es una historia de amor y vida. Y ya es tuya.