De niña, me gustaba todo lo que estaba hecho de hojas: dibujar en cuadernos, leer libros, jugar y soñar entre árboles. Luego me hice profesora, y hubo un largo tiempo en que solo los libros poblaron mi mundo. Pero sus hojas pálidas fueron convocando a las demás: con mis hijos volví, casi sin darme cuenta, al color de los cuadernos y al verde de los bosques.
Entonces recordé que la palabra libro, en latín, primero había nombrado la corteza de los árboles, y que un códice era, sencillamente, un tronco al que se sujetaban, ligeras, las hojas. Nuestros antepasados vieron árboles en aquellos nuevos soportes de imágenes y palabras. Recordé también que los unos están hechos de los otros, y que todos, libros y árboles, hacen renacer el mundo, muchos mundos, cada día.
Así que ahora, en clase, riego las palabras que otros sembraron mientras en casa cultivo algunos libros o pinto el patio de verde y de color. Me gusta plantar el mundo de savia y papel.